¡Burunga!

Apenas comenzó a clarear, se pudo ver el helicóptero de la armada soviética que esperaban los jefes militares de una división de insurgentes destacada en una de las zonas de beligerancia en el interior del cuerno africano. Aquellos jerarcas no gobernaban el país. De hecho, estaban muy lejos de ello, pero se sentían con posibilidades de obtener el poder por el único camino esperanzador que eran capaces de reconocer: el de la violencia de las armas en la confrontación bélica unas veces y en el del exterminio en masas en otras. Ciertamente, no gobernaban, pero con el auxilio de las armas se habían adueñado de toda una extensión de tierra cuya configuración era de selva casi virgen. Al final de la selva se agazapaba una llanura que constituía el pueblo que aclamaba y respetaba a la tropa que ahora estaba recibiendo a un alto dignatario enviado por el Kremlin para arengar a la tribu de existencia silvestre, luego de haber agasajado a la jerarquía militar insurgente, la cual se sabría entonces apoyada y legitimada por el testimonio de una visita de salvaguarda a partir de los cánones del socialismo real.

El helicóptero descendió lejos. Fue necesario enviar un jeep a buscar a los militares soviéticos. Al regresar, del jeep se desmontaron tres hombres en uniforme de campaña. Se adelantaron dos. Uno de mediana edad y otro muy joven. El de mediana edad saludó militarmente y pronunció en ruso algo que los insurgentes -no sin cierto rictus espasmódico de desconfianza- hicieron por recibir como un saludo afectuoso que de inmediato fue descifrado por el militar joven, quien al acercarse dejó ver una mulatez muy tenue, pero que fue recibida como una carta de presentación en las huestes locales. El joven militar era, a todas luces, al menos un descendiente del África negra nacido y educado en Europa del Este. El intérprete se hizo entender en inglés.

El jefe de los insurgentes reciprocó el saludo y aprovechó la posibilidad para declarar, explícitamente, la significación que revestía la visita en cuestión, así como la esperanza que esa avanzada depositaba en el acercamiento y la presencia de una representación del país gigante en el nuevo orden mundial. El militar mestizo tradujo el saludo en un ruso perfecto. De inmediato, el jefe de los insurgentes invitó a las dos delegaciones al cuartel general. Allí se acomodaron para buscar algunos consensos, para beber un vodka que sorprendió a los visitantes, un café negro a la usanza de las Antillas Mayores y para fumar habanos. En medio de todo eso, la comitiva soviética dejaría más o menos claro qué esperaba de aquella insurgencia y el modo en el cual podía reciprocar esa ayuda.

Los nativos escucharon todo el tiempo. Mientras, degustaban el sonido de cada frase de reconocimiento y apoyo. Cuando el vodka ya había causado algún estrago en las habilidades comunicativas y en la prudencia de algunos de los militares nativos, se escuchó una exclamación ininteligible salida desde el fondo del local. El jefe de mayor rango levantó la cabeza para identificar al autor del sonido. De inmediato miró de soslayo a su segundo al mando, quien se levantó y, con total sosiego, pronunció algo que se supone haya sido un requerimiento, pues la comunicación fue en un dialecto casi gutural.

En medio del intercambio se pudo advertir la cara de preocupación del jefe soviético, quien le lanzó una mirada de interrogación al mestizo traductor. Este le respondió con un encogimiento de hombros. El jefe de los insurgentes se dio cuenta del repliegue al cual estaban llevando a la comitiva soviética y en un tono muy bajo, con total economía de recursos expresivos, le explicó al segundo al mando. El militar se irguió nuevamente para dirigirse en inglés a los visitantes. Mientras hablaba, el jefe soviético buscó con la vista al traductor, a quien se le podía notar exhalando un suspiro: señal de que su presencia allí recobraba sentido. El insurgente terminó su discurso y el traductor, ya sosegado, dijo que a los anfitriones les parecía muy adecuado que los invitados conocieran la comunidad nativa que los había acogido y a la cual ellos protegían como símbolo de la patria nueva que planeaban fundar después de la guerra.

Los soviéticos no llegaron allí con la intención de estar más tiempo del programado, pero al jefe supremo lo invadió la curiosidad y aceptó de inmediato y de magnífico grado. Incluso esbozó una sonrisa en el momento de aceptar. El jefe soviético se hallaba visiblemente animado por la posibilidad de conocer una comunidad de familias que vive y se desarrolla a partir de las lógicas de un modelo económico y social opuesto al establecido por el gobierno del país.

Cuando ambas delegaciones llegaron a la aldea, los habitantes comenzaron a agruparse. En el jefe soviético se acrecentó la emoción al constatar que la aldea contaba con no menos de dos centenares de habitantes. Ante la multitud creciente, el jefe de los insurgentes dijo en inglés palabras de acogida para los militares soviéticos al tiempo que se refirió a la hospitalidad que estaban recibiendo de la comunidad nativa. Los aldeanos no se inmutaron. Sabían que alguno de los subordinados del jefe supremo traduciría el discurso a la lengua local.

Al concluir el jefe insurgente y el traductor, respectivamente, el jefe soviético fue invitado a hacer uso de la palabra. Con notable disposición el militar soviético dio un paso adelante y buscó con la vista al segundo al mando de la insurgencia. El jefe soviético hablaría en ruso. El mestizo traduciría todo al inglés y el subjefe de los guerrilleros lo haría a la lengua local.

-¡Camaradas! -exclamó el soviético-, este es un gran día: se abren nuevas esperanzas para todos: para ustedes y para nosotros. Un nuevo tiempo está llegando: el del bienestar conquistado por las armas: el único camino para alcanzar una vida justa para los pobres.

El militar calló para facilitar el trabajo del traductor del ruso al inglés. Después, hizo su labor el traductor de los insurgentes, quien habló en el lenguaje incomprensible mediante el cual se producían sonidos ríspidos. Al terminar, los aldeanos profirieron un sonido que salió como una palabra:

-¡Burunga!

El traductor nativo casi pegó un salto, pero se contuvo y de inmediato buscó con la vista al jefe de los insurgentes, quien le transmitió un gesto de serenidad y de que todo estaba en orden. El jefe soviético, por su parte, asumió al vocablo como una muestra de ovación y volvió a hablar:

-La justicia es un derecho que requiere el concurso de las armas, del dolor y de la sangre. Pero el fruto de todo este tiempo de vicisitudes y de pérdidas de vidas humanas tendrá una buena compensación en la existencia futura que ya se acerca.

Después de las traducciones, volvió a escucharse dos veces:

-¡Burunga! ¡Burunga!

-Por eso -dijo levantando mucho la voz el soviético- todos los hombres de esta comunidad es preciso sigan el ejemplo de estos valientes que hoy los acompañan y los protegen a ustedes. Ellos saben que en ustedes está el pueblo nuevo que ha sido liberado para el bien de todo el país. Porque de este pueblo saldrá el nuevo país que será refundado.

-¡Burunga! -se volvió a escuchar casi como un estruendo.

Las mujeres recogieron a los niños y comenzaron a retirarse. Los hombres se quedaron saltando y gritando acompasadamente el vocablo sonoro y retumbante. El jefe insurgente, medio disperso y algo preocupado, invitó a los soviéticos a penetrar en la aldea para que vieran la vida en las familias. Al entrar en la zona de las chozas, un grupo de adolescentes jugaba al fútbol. Con elegancia y dinamismo, varones de entre 14 y 16 años rivalizaban por conducir un balón: pateaban, recibían, paraban balonazos con el cuerpo. Los soviéticos se entretuvieron ante la demostración de habilidades.

De pronto, un balonazo fue a dar directo a las partes pudendas de uno de los militares soviéticos. El hombre descendió hasta quedar en cuclillas y con expresión como de quien ahoga un grito. Los insurgentes disolvieron todo aquel juego. Las madres recogieron a sus hijos en medio de un caos vociferante creado por una sonoridad destructora del sistema nervioso.

Un pequeño de entre 4 y 5 años, muy impresionado, miró al militar golpeado, puso sus dos manitas en sus partes pudendas y exclamó: ¡Burunga!


La Habana, Cuba, febrero de 2022.


Nota:

Este relato forma parte de mi libro de cuentos Tan seguro como el tiempo, publicado en mayo de 2024 por la Editorial Diversidad Literaria, Madrid, España.

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