La abuela en el nido*

Luego de treinta años de feliz matrimonio, Guillermo y Laura se hallaban en una dilatada crisis matrimonial como resultado de un cúmulo de realidades que se concentraban de manera absolutamente pugnaz. Todo se iniciaba en el síndrome del nido vacío: luego de que los dos hijos de ambos salieran del hogar. El primero decidió apostar por la emigración. El segundo contrajo matrimonio con su novia de más de dos años de relación de pareja, entre otras cosas porque, finalmente, con una casa heredada por la novia, no había razón para continuar viviendo en la de sus padres. El síndrome del nido vacío no es precisamente muy común en la Cuba de la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI, porque como consecuencia del déficit tan agudo de fondo habitacional en todo el país, en las casas conviven tres y hasta cuatro generaciones de familia. Pero si las circunstancias propician la emancipación de los hijos, la consecuencia se dispara directamente en la relación de pareja que, a partir de ahí, han de reconsiderar los padres cuando ya están ubicados en el sendero de la madurez tardía.


Ese era el caso de Guillermo y Laura, quienes rebasaban los 55 años de edad. Además, Laura estaba pasando por una menopausia rabiosa que le deparaba unos cambios de humor rayanos en la bipolaridad. Al menos así pensaba Guillermo, atormentado por las bravatas que le propinaba su mujer por cualquier desliz en las tareas del hogar, o incluso por nada. El matrimonio se reconocía también descolocado en relación con los encuentros amatorios: en tal sentido, entre los esposos se había extraviado la complicidad dialogante y el aliento negociador se hallaba trunco. Guillermo lo sabía; también Laura, quien apenas reparaba en ello. En cualquier caso, confesaba ser absolutamente infeliz. Tanta desdicha desbordaba por mucho la realidad del nido vacío y el distanciamiento sexual causado por la menopausia. El enorme e irremediable motivo finalmente hacía coincidir la salida de los hijos de la casa matrimonial con la llegada de la anciana madre de Guillermo. Por la avanzada edad, la señora ya no era capaz de cuidarse sola, aún cuando durante toda su vida lo había hecho a las mil maravillas.

Al mismo tiempo, la anciana, en su veterana cavilación instintiva, decidió que entraría nuevamente a las vidas de su hijo y su nuera, respectivamente, como madre y suegra dependiente, pero ubicada en el centro de las prioridades, sin dejar espacio a la más mínima posibilidad de ser un familiar colaborador que comparte un hogar. La señora, ya camino de la longevidad, no estaba en disposición de entender razones cuando de la relación con su hijo se tratara. Ante tamaña obstinación, el matrimonio inauguraba cada día atendiendo a la anciana y lo terminaba del mismo modo. La única brecha de tiempo para el encuentro de sus respectivos cuerpos tendría que ser la noche: momento en el cual la señora caía vencida por el sueño. Pero los esposos estaban tan exhaustos que requerían de un tiempo de descanso diurno, el cual jamás podían concretar. A Guillermo y a Laura la noche los sorprendía cansados y, sobre todo, disgustados. Los últimos ocho meses los habían vivido azotados por la resignación.

Aún así, Guillermo había convencido a Laura para concretar un rato de sexo durante al menos una noche para la cual era indispensable preparar las condiciones. La anciana madre de Guillermo se dormía a una hora más o menos temprano, pero el sueño no era profundo. Guillermo se ocupó en agilizar todo lo relativo al sueño de su madre. Laura se dedicó a probarse lencería de bastante tiempo guardada. También debería adecuar la alcoba nupcial donde ella y su esposo saldarían cuentas pendientes.

Llegó la noche. Guillermo acostó y arropó a su anciana madre. Le dio las buenas noches y ella le regaló su bendición. En cuanto hubo conciliado el sueño, Guillermo salió del cuarto de su madre casi a toda carrera en dirección al suyo. Al llegar encontró a Laura fabulosamente vestida con lencería de color blanco satinado. A pesar de que tanta claridad le añadía visualmente tal vez dos kilos más de peso corporal, Guillermo la halló muy seductora y le sonrió de manera cómplice, lo cual agradó a Laura, quien se dispuso a desvestir minuciosamente a su marido. Cuando el proceso había avanzado algo y la concentración felizmente estaba despertando toda la fuerza columnaria en Guillermo, se escuchó una queja a manera de exhalación:

- ¡Aaaayyy, pero qué sed tengo! ¡Me muero de sed! ¡Dios mío, que no le dan agua a la pobre viejita!

Guillermo clavó sus ojos en los de Laura, quien había dispuesto ambas manos en la acción de zafar el lazo del cordón del chándal de Guillermo. Los esposos-amantes se miraron nada más durante tres segundos que fueron lo suficientemente largos para que la madre-suegra regresara a las andadas clamorosas:

-¡Pero Dios mío, cuánta indolencia con la viejita que se muere de sed! ¡Aaaayyy, qué malos son con la pobre viejita!

En un par de ventanas al frente de las del apartamento de Guillermo se encendieron algunas luces, pero ya Guillermo, luego de pactar con su mujer el rápido regreso, caminaba a paso doble hasta el cuarto de su madre. En el trayecto pasó por el refrigerador y llenó un vaso con agua.

- Aquí tienes el agua, mamá -dijo disimulando sosiego y extendiéndole el vaso a la madre.

- ¡Ay, gracias, mi hijito! Qué bueno eres.

- ¿Ya está satisfecha, mamá? -preguntó no sin cierta radicalidad.

- ¡Sí, mi hijito, cómo no! -respondió la anciana después de beber algunos sorbos y devolverle el vaso al hijo.

- Entonces me iré a dormir, mamá. Mañana hay que trabajar -dijo Guillermo deslizando un énfasis disciplinario.

- Ve con Dios, mi hijito.

Guillermo corrió al reencuentro con su mujer, quien lo recibió algo embelesada, pero todavía con disposición para un sexo luminoso y memorable. Esta vez fue Guillermo quien tomó la iniciativa debido a que poseía mejor grado de vigilia. La disponibilidad de Guillermo resultó y la unión de los cuerpos prometía un éxtasis incluso mejor que en tiempos de mocedad.

- ¡Aaaayyyy, Gran Poder, ¿pero qué es esto?! ¡Qué sed tengo y no me dan agua! -empezó de pronto a vociferar la vieja.

La rajada agudeza de aquel timbre de voz casi nonagenario alteró la paz de algunos vecinos. En tres o cuatro de los apartamentos de enfrente se volvieron a encender luces y hasta se abrieron ventanas. También se escucharon claramente las molestias de un vecino, quien exclamó: "¡Pero qué barbaridad: qué abusadores con esa señora que es ya una anciana indefensa y vulnerable! ¡A la policía deberíamos avisar, para levantar una queja y una acusación, por abusadores!"

-¡Qué-sed-TENGOOO! -vociferó nuevamente la vieja, ahora poniendo una fuerza especial en cada palabra.

Mientras, Guillermo, quien no le dio demasiada importancia a la reacción de los vecinos, se había estado vistiendo a la carrera para ir a ver a la madre. El apuro era para evitar que volviera a vociferar. Antes de llegar al cuarto pasó de nuevo por el refrigerador y, también ya molesto, agarró el vaso más una jarra con agua. Al llegar al cuarto recuperó el sosiego y se dirigió a la madre:

-Aquí tienes el agua, mamá

-¡Ay, muchas gracias, mi hijito! -dijo la anciana agarrando el vaso que Guillermo le daba casi lleno de agua.

La señora bebió la mitad y el hijo la convenció de que bebiera toda el agua. La madre obedeció. Guillermo le preguntó si finalmente ya se le había calmado la sed. la madre respondió afirmativamente.

-¡Mamá, entonces a dormir, eeehhh! ¡Fíjate bien, me has dicho que ya no tienes sed! ¡¿De acuerdo?!

-Sí, mi hijito. Ve, ve y acuéstate. Que descanses -dijo en tono maternal de apaciguamiento.

Guillermo salió del cuarto de su madre. Dejó la jarra y el vaso dentro del refrigerador y apuró el paso para regresar al lance erótico con Laura. Pero antes de abrir la puerta sintió un ronquido espectacular. Se quedó petrificado. Bajó un poco la cabeza, la pegó a la puerta durante dos segundos y finalmente la movió dos veces en señal de "no hay remedio". Entró al cuarto. Laura se había acomodado y cada tres o cuatro segundos resoplaba. Guillermo ni la despertó. Se desvistió y se acostó molesto. Permaneció en vigilia unos veinticinco minutos, aproximadamente. Al cabo de ese tiempo había recobrado algo de calma y se le empezaron a caer lentamente los párpados, cuando de la nada escuchó un alarido:

-¡AAAYYY, QUÉ SED TENÍA!


* Cuento inédito. Escrito por Emilio Barreto Ramírez en Valencia, España, en marzo de 2024. El autor lo ha incluido en su segundo libro de relatos, todavía en preparación.


Comentarios

  1. Excelente cuento lleno de humor y cubanía. El retrato fino de una realidad que todos los que hemos vivido en la isla conocemos.

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  2. Profe, he disfrutado muchísimo este relato. Gracias!!!

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  3. Excelente cuento! Muy bien narrado. Me hizo reír y alegrarme de no estar en su pellejo.

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