Eco de los intelectuales en la política*
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El hemisferio occidental ha experimentado varios intentos de intelectuales en la política durante las décadas finales del siglo XX. En España, el escritor Jorge Semprún asumió la cartera del Ministerio de Cultura en uno de los gobiernos de Felipe González. Pasado un tiempo, la obra literaria de Semprún no fue la misma aunque, en su honor, es justo realzar la institucionalización de una cultura española en época de democracia: mérito indiscutible de aquel Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que hoy se echa tanto de menos. Durante el 2000, España celebró el primer cuarto de siglo del advenimiento de la democracia y con ello la aparición de una cultura renovada con matices sorprendentes.
En Perú, Mario Vargas Llosa se propuso una carrera meteórica para ascender a la presidencia de la nación en las elecciones de 1990. El universo literario saltó jubiloso cuando el novelista resultó perdedor ante el desconocido ingeniero Alberto Fujimori. Las letras españolas han recuperado un estandarte, se comentaba entonces. Pasados cuatro años, el cantautor panameño Rubén Blades, aspiró a la más alta magistratura de Panamá. La reacción en el mundo discográfico fue similar: no se truncó una carrera musical encomiable. De modo parecido pudiera decirse acerca de Juan Marinello: probablemente entre los mejores ensayistas cubanos de la segunda mitad del siglo XX de no haberse dedicado a labores de índole política.
Sin embargo, muy poco se analiza el abanico de posibilidades del intelectual per se en la política. La tarea es buena para azuzar el pensamiento y es inmanente a pensadores desacostumbrados a las modas gratuitas, surgidas de la nada, con poco sentido de la permanencia, de la durabilidad. Sobre el tema han filosofado al menos tres grandes de las letras contemporáneas: el mexicano Octavio Paz, en El ogro filantrópico, el polaco Czelaw Milosz, en El pensamiento cautivo, y el italiano Umberto Eco en varias de sus obras. Voy a referirme a postulados muy puntuales del tercero.
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Umberto Eco |
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Umberto Eco (1932-2015), doctor en filosofía, profesor universitario y escritor, se afanaba por estimular el pensamiento. Lo consiguió desde 1966 con la publicación del libro Apocalípticos e integrados, quizás una de las piezas más altas en el tema de la cultura de masas. Eco puede ser considerado un líder de la inteligencia laica. Desde ella se preocupaba por los problemas culturales de la contemporaneidad. Lo hacía excavando en la historia de la cultura del pasado, así como en lo circundante cotidiano. Todo para conseguir que sus lectores practiquen el discernimiento. Ahora bien, Eco se refirió a este tema explícitamente en el ensayo ¿Deben los intelectuales meterse en política?, publicado a inicios de la presente centuria en la versión digital de cemos Memoria, revista mensual de política y cultura.
Semejantes empeños condujeron al profesor italiano a la siguiente conclusión: desde los tiempos de los discursos del universo de las comunicaciones masivas y de la civilización tecnológica están por un lado los apocalípticos, quienes ven en los hechos del pasado los símbolos de una notoria armonía, y en el presente un cataclismo inminente; del otro se hallan los integrados a las estructuras instituidas en cada sitio o región específica. Esos no descifran el mundo; posiblemente lo habiten con un desenfado pasmoso: sin cuestionamientos, ni diatribas proclives a las complicaciones. Los integrados, con muy buena cara, se adaptan a las normativas sean cuales sean, a las estructuras, poco importa el origen de éstas, y a las transformaciones políticas, sociales, económicas, culturales y científicas, aunque algunas de ellas -o todas-, tengan poco sentido o ninguno.
A tenor con lo de azuzar el pensamiento, acordemos que la participación de intelectuales en política es conveniente. Coloquemos entonces, entre las primeras tareas del intelectual en la política, la hazaña de enseñar a pensar tanto a los apocalípticos como a los integrados.
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Umberto Eco es cauteloso antes de plasmar una sentencia y decide formular cuatro funciones de los intelectuales en la política. En la primera el patrón es Odiseo, un "intelectual orgánico" en La Ilíada, a juzgar por la praxis gramsciana de los partidos de izquierda. Esta tipología requiere de un consejero utilitario, buscador de soluciones satisfactorias en la consecución de planes trazados. Al consejero orgánico no se le pide asesoría en relación con alguna medida pendiente de aprobación, sino en el hallazgo de catalizadores para llevar a efecto la sentencia a ultranza. El rey Agamenón consulta al astuto Odiseo en relación con la conquista de Troya y el Monarca de Ítaca concibe el diseño de un enorme caballo de madera que posibilitaría el camino expedito de los griegos más allá de las puertas de Troya. La organicidad de Odiseo como intelectual de grupo en tiempos de belicismo lo lleva a no reparar en el trágico final del cual fueron víctimas troyanos inocentes, ajenos a la génesis de un conflicto marcado por la pasión, el desengaño, el adulterio y también, en mucha medida, por el honor guerrero. Aunque el personaje de Ulises no es un intelectual en el sentido artístico-literario, tampoco docente, Eco resuelve catalogar como intelectual a quien realice trabajos creativos, de matices originales, que no estén ligados directamente con la producción de artículos de consumo.
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Platón y Aristóteles |
El segundo emblema lo constituye Platón: un filósofo identificado con la función oracular del intelectual, pero que va más allá: Platón sostiene la posibilidad del filósofo como pedagogo en asuntos de gobierno. En mi opinión, este modelo no tomaría en cuenta lo intuitivo en lo político a partir de su experiencia como hombre público. El modelo Platón lleva implícito esquemas inalterables. Así lo atestigua su experimento al lado del tirano de Siracusa. Un proyecto al final malogrado. Por eso, para Umberto Eco es imprescindible prestar suma atención cuando los filósofos se lanzan a proponer con vehemencia modelos específicos de buen gobierno. Al respecto, hay buenos ejemplos en la literatura y la historia. En relación con la primera pensemos en la isla Utopía, de Tomás Moro. De seguir a pie juntillas el modelo del escritor y político inglés, se nos encendería en los ojos y en el cerebro la experiencia de varias décadas de stalinismo en los países de Europa del Este. La misma sensación producirían La República, de Platón, los falansterios de Fourier y el filme La invasión de los muertos vivientes, de Don Siegel (versión primera: 1956).
En la tercera conceptualización aparece Aristóteles en su gestión como preceptor de un mandatario: Alejandro. En este perfil, Aristóteles representa un consejero político, experto en estrategias hoy propias de un facilitador o solucionador de conflictos. La política contemporánea conoce de los servicios eficaces brindados por Torcuato Fernández de Miranda al rey Juan Carlos I de Borbón. Torcuato Fernández de Miranda fue el mentor que el general Francisco Franco colocó a Su Alteza Real, el príncipe Juan Carlos para que el joven destinado a la corona de España aprendiera a desenvolverse dentro de los subterfugios de la política local y en el prisma mundial. Después del franquismo, Torcuato Fernández de Miranda dio al rey Juan Carlos I la clave para llevar por recto sendero la democracia española en la figura del político moderado Adolfo Suárez, poco después Presidente del Gobierno Español. Pero Torcuato Fernández de Miranda era un político y no un intelectual alentado en el campo de la política. De manera que en él no se produce una metamorfosis profesional, ni un fuego cruzado entre dos compromisos.
Hasta donde alcanzamos a conocer, Aristóteles jamás se mostró preciso en torno a lo que Alejandro debía o no hacer en sus contiendas. Mucho más allá de la existencia o no de un intercambio verbal entre ambos hombres públicos, es suficiente suponer que Alejandro haya consultado las obras de Aristóteles. Y esa opción parece concretar una inmanencia en la relación entre el político y el intelectual.
El cuarto ejemplo está reservado para Sócrates, quien dio forma a un estilo de proponer sobre la base de críticas a la ciudad donde vivía para, al final, aceptar una condena a muerte con el propósito de iluminar a las personas en lo tocante al respeto de la legislación vigente. En ese sentido, Umberto Eco considera al intelectual en condiciones de regirse por ese deber; por supuesto, no en el de morir como consecuencia de nimiedades.
En este último ejemplo no se trata de hablar únicamente en contra de los enemigos de su grupo; también en calidad de conciencia crítica del gremio donde el intelectual desarrolla su labor social. Sin embargo, el modelo de Sócrates hoy muestra cierto carácter reductivo. Porque el intelectual, entiéndase o no llamado a colaborar en la política, debe ser un rayo de luz, un profeta que vislumbre lo bueno y lo malo en puntos más o menos lejanos en el camino. Por eso, la condición primaria para la intervención del intelectual en la política es la creatividad a través de ideas y propuestas reanimadoras. Esta postura socrática bosqueja otra derivación: los intelectuales, entonces, deben continuar a pesar de que, más o menos nítidamente, el gremio, partido, asociación o grupo al cual pertenecen, los detracte.
Esto significa un precio que, con sinceridad, no es una desventaja pagar. Cuando a un pensador se le alaba demasiado a niveles de altura estamental o gubernamental, llegará con toda seguridad a convertirse en un intelectual orgánico (a la manera de Ulises), o en un integrado (según el parámetro de Umberto Eco. Ambas posiciones liquidan el talante. Tropezamos entonces con una carencia de la condición sine qua non del intelectual: la libertad de conciencia.
La idea socrática de ponderación de la crítica me recuerda a pensadores del presente: el español Fernando Savater, el belga Armand Mattelart, el estadounidense Noam Chomsky (sin los excesivos devaneos de las dos últimas décadas) y los también estadounidenses Phillip Jenkins y Harold Bloom. Todos ellos han salido victoriosos de la organicidad, así como de la integración blandengue y acomodada para ser, en ocasiones, buenas conciencias críticas del entorno en el cual desarrollan -y que tanto necesitan- para ejercer la capacidad de discernimiento. Igualmente todos ellos son verdaderos ejemplos de intelectuales con libertad de conciencia.
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Ante sus cuatro fórmulas, Eco se sintió motivado a buscar una síntesis de la cual emergiera, como honrosa resultante, la colaboración perspicaz entre el político y el intelectual con la misión básica de favorecer rumbos políticos éticos sin que el intelectual pierda su condición de tal. La síntesis del teórico italiano se resume en dos apoyaturas para que los políticos puedan solicitar la participación de los intelectuales. Primera: los intelectuales tienen la tarea de ser auténticos, creativos y, por lo tanto, deben verter ideas interesantes. El político, en su justo lugar, se limitará a leerlas, después estimará si las valora, las procesa y si finalmente las lleva a cabo. Segunda: pudiera darse el caso de que el político atisbe su propia incapacidad sobre determinados asuntos. En esa encrucijada el político hábil no vacilará en recurrir a los conocimientos del hombre de letras, de arte, de ciencias. La síntesis propuesta por Umberto Eco se hace corpórea en un ejemplo más o menos contemporáneo: el trabajo del compositor, músico y cantante brasileño Chico Buarque de Hollanda como asesor cultural en el primer período presidencial de Brasil luego de la proclamación de la democracia. Por esa época, Chico Buarque prestó servicios como consejero del presidente de la Nación y al mismo tiempo produjo una de sus obras más encomiables como músico: la banda sonora del filme La ópera del malandro (1984), de Ruy Guerra. En La ópera del malandro hay música de factura exquisita, genuina carta de presentación para un consejero de arte frente a las autoridades culturales de su país, a la vez que regocijo para el público.
La síntesis de Eco es atinada. Así y todo no está mal recordar un detalle: los intelectuales siempre estarán llamados a irradiarse en el espectro social en sentido estrictamente ético. Eso es una virtud destinada a permear el estilo de predicar: elemento fundamental en el compromiso del intelectual de buena voluntad con su propia persona y con el prójimo.
En definitiva, la relación entre el político y el intelectual es de colaboración y ésta ha de ser solicitada por el político. A partir de aquí el intelectual debe ser doblemente ético; porque se pedirán verdades, transparencias. En virtud de esas dos demandas se verá impulsado a ejercer la ya anunciada libertad de conciencia. Una clara libertad de conciencia le hará saber primeramente que él mismo es un intelectual y no otra cosa. (Sobre esa base deberá ayudar al prójimo en dos instantes: primero al político, después al pueblo, a quien el político debe servir.) Al mismo tiempo, la ética le dirá que cuanto haga será un servicio cuyo principal requisito es la humildad vestida en ocasiones del más estricto secreto.
Existe, además, una ayuda no solicitada -se le escapa a Umberto Eco-, la intervención que compete al intelectual como indagador, convocador de lo verdadero y luego divulgador de la verdad, de la esperanza, del perdón y de la reconciliación en todos los órdenes: cuatro urgencias que siempre claman por ser dispuestas en el terreno de la mesura, que es el del diálogo. Ese es un apéndice consustancial a la libertad de conciencia.
* Artículo publicado en 2005 en la revista Espacio Laical, revista del Consejo de Laicos de la Arquidiócesis de La Habana. Para la publicación en el blog, el autor ha sometido el texto a una corrección de estilo.
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