Instante desmovilizador
Enrique cumplió 65 años. Esa mañana se levantó, se estiró frente al espejo de su dormitorio y, después de un bostezo espectacular, exclamó en voz baja: "¡Llegó la tercera edad!".
A los 65 se sentía muy bien: su salud era magnífica, así como su forma física, resultado de sus frecuentes visitas al gimnasio: hacía cardio, calistenia y algunas pesas, acaso cuatro o cinco veces por semana. Laboralmente rendía mejor porque teletrabajaba y sabía acomodar bien su tiempo para las rutinas que le apasionaban: escribir artículos para publicaciones periódicas, ejercicios físicos, lectura de novelas, escuchar música, encontrarse con amigos y, sobre todo, conquistar mujeres jóvenes: tarea que, hacía poco, había notado que comenzaba a serle desde esquiva hasta infructuosa. "A partir de los 60, las jóvenes no solo no te miran, sino que no te ven", había susurrado para sí mismo a la salida de una reunión en la redacción del periódico para el cual trabajaba.
Pocos años antes, aún sin pronunciar palabra en cualquiera de esas reuniones, advertía la mirada provocadora de al menos una de las periodistas a punto de asomarse a la treintena. En Enrique, semejante señuelo siempre surtía efecto positivo, pues durante la reunión se mostraba ágil con el WhatsApp como recurso para la seducción. A veces costaba más trabajo conseguir la cita, pero al final resultaba. "A ti, Enrique, no te gustan las mujeres, sino las jóvenes", le dijo una tarde un gran amigo, también sexagenario, pero convencido de que apetecibles pueden ser las mujeres a cualquier edad. Ante tal observación, Enrique sonrió y, con cierta sorpresa, terminó asintiendo.
La mañana de su cumpleaños, después del bostezo frente al espejo, se contempló a sí mismo durante un minuto. Aceptó que el tiempo había transcurrido. Salió del embeleso. Se dirigió al aseo. Después tomó café y desayunó. Se puso cómodo para trabajar en el portátil. Sin embargo, antes de comenzar, quiso despejar dudas en relación con su presente como seductor. Abrió su cuenta de Gmail y buscó la dirección de contacto de su gran amigo Roberto, quien recientemente había arribado a los 80 años. Enrique sentía que le debía a Roberto una excelente educación literaria en la universidad. Roberto fue un docente que le estimuló las lecturas y se las ordenó por períodos, corrientes literarias, contextos sociales, sistemas de ideas y regiones, siempre desde el buen gusto: con una cultura muy fina de vocación occidental. En el mensaje escribió lo siguiente:
Roberto:
Hoy he llegado a 65 años; comienzo la tercera edad. Tú, que estás más avanzado en ella, te pregunto: ¿continúan gustando las jóvenes?
Un fuerte abrazo,
Enrique
Dada la amistad que tenía con Roberto, ni siquiera revisó la redacción. Hizo clic en "Enviar" y se quedó mirando la pantalla sin ver algo en específico. No habían transcurrido cinco minutos cuando advirtió la entrada de un mensaje. Era la respuesta de Roberto. De inmediato hizo clic en ella y leyó:
Enrique:
Primero que todo, feliz cumpleaños y bienvenido al club, aunque yo voy enfilando hacia la cuarta edad. Ahora bien, yendo al asunto que te abruma, te tengo una mala noticia: sí y sin esperanzas.
Abrazo,
Roberto
Separó la vista de la pantalla para fijarla en una ventana desde la cual podía ver la calle. Miró al cielo despejado y reconoció para sí que, de momento, no tenía modo de lidiar con esa realidad.
Valencia, España, octubre de 2023.
Nota:
Este cuento aparece en mi libro Tan seguro como el tiempo, publicado por la Editorial Diversidad Literaria, Madrid, mayo de 2024.
Ya avisó Bioy Casares: Hay un momento en que nos volvemos invisibles para las señoras.
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